Un trago amargo. Siempre nos lo llevamos en el momento que
el agente del gobierno, digo, Rector Principal del CNE (que pareciera haber
existido desde el principio de los tiempos), asegurando que ganó Venezuela, enmaraña
un discurso para que sintamos el ya muy conocido “bajón electoral”. Por más que se intente, al día siguiente de
las elecciones, los venezolanos que estamos deseosos de un cambio, pretendemos irnos
del país inmediatamente (luego de afirmar: “esto nunca va a cambiar”) y nos preparáramos
para conversar, el 31 de diciembre, sobre la “Navidad más triste que hemos tenido”. Esto nos ha permitido entender que: i) Cuando
crees que vas a ganar, vuelves a perder; ii) que siempre pueden haber navidades
“más tristes”; y iii) que hay algo en el país que no terminamos de entender.
Echarle la culpa al que no votó, es echársela a un ser
desconocido ¿Cuántas personas conoces que no votaron? Si conoces, lo más seguro
es que puedas contarlas con los dedos de las manos y te sobren. Esa gente que
no votó puede dividirse en: i) el portugués, español e italiano que no saben
que pueden votar; ii) los abuelos que ya no pueden ir a votar; iii) gente que
murió que no se ha sacado del Registro Electoral; iv) alguien que está viviendo
afuera del país (tendrá sus razones); v)
gente que cambian de centro electoral (de Baruta a Tucupita); vi) gente con
otros problemas; y en último lugar, vii)
Los que se van a la playa, Margarita, duermen, hacen parrilla, son de Green
Peace y los que viajan al extranjero (que son muy pocos, porque hace falta
tener dinero y suerte para eso)
Ahora bien, resulta que hay un personaje que sí conocemos.
Lo vemos todos los días de reojo, nos sorprende en ascensores, al mirar el
retrovisor de nuestros carros, y por más que lo evitemos, nos lo encontramos en
todos lados ¡Exactamente, nosotros mismos! Si nos sentamos a reflexionar,
podemos darnos cuenta que algunos hemos dejado de hacer más por nuestro país.
Creo que es bastante entendible que no todos estemos en un semáforo con un
volante y una bandera, sería un caos. Este
país necesita gente que trabaje y logre mantenerlo lo mejor posible. Sin embargo, en esa circunstancia ordinaria
que nos corresponde a muchos, es posible hacer aún más. No hace falta ser un
orador experimentado o un tipo extrovertido; la receta es simple: ser buen
ciudadano, entender que somos parte de una sociedad y luego saber ser atento
con los que nos rodean (todos). Resumiéndolo en dos ideas: i) Ser bueno; ii)
querer el bien de los demás. Con esto haremos algo fundamental: dar ejemplo.

Además
de esto, todos (sí, todos) necesitamos educarnos como electores. Pareciera
imposible educar a los elegidos, algunos jugarán sucio, te mentirán, te
prometerán y, al final, pocos harán, por la razón que sea. Debemos saber que
nuestro voto no es un clic en una pantallita, es un clic en la historia de un
país. Esto llevará la contienda electoral más allá de la concepción
“Caracas-Magallanes” del venezolano. Es vital entender que el país no es un juego
de beisbol, y que no tenemos que ir “entubados”
a un equipo por tradición. En un
país, si los jugadores son “bates quebrados” ¡No pueden gobernar! Aunque sean
simpáticos, canten reggaeton, animen en televisión, sean un mujerón o por que
el contrincante nos cae peor ¿Pondrías a uno de ellos a batear en el noveno
inning, con dos outs y hombre en tercera? Esa no puede ser la manera de elegir
gobernantes. Esa es la manera de condenarnos a la mediocridad.
Salir a la calle es transitar por un país hecho pedazos. A
veces no tenemos que salir; en nuestras casas ya se nota el deterioro. La
Venezuela que necesitamos es una distinta. Seas amarillo, rojo, azul, morado o
ecológico: date cuenta ¡Esto no va para ningún lado! Y que la juventud
venezolana lo entienda: este país nos va a quedar a nosotros y a nuestros
hijos. Por eso, si no somos nosotros ¿quiénes? Si no es ahora ¿cuándo? ¡Levanten ese ánimo,
claro que podemos! ¡El futuro nos pertenece!
¡Venezuela es nuestra!
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